Proceloso tema el de los idiomas, en el que las personas ya no lo consideran una simple herramienta de comunicación sino una seña identitaria o nacional o un signo de prestigo. Basta echar un vistazo a las ampollas que han levantado las recientes noticias sobre la lengua vehicular en los colegios de Cataluña.
Mayormente son razones sentimentales las que llevan a la gente de a pie a defender la supervivencia de una lengua. Y luego están los que se tiran de los pelos cuando adquirimos vocabularios de otras lenguas para incorporarlos a la nuestra, un ataque a la pureza de la lengua (si es que algo así tiene sentido). Evitar la convergencia cultural, sin embargo, es una entelequia, y además es tremendamente nocivo para la población. La razón es sencilla: para evitar las demás culturas hay que aislarse del mundo hasta niveles que rozan la desinformación y la incultura.
Y en el tema de la extinción de las lenguas, bien, quizá es que tendemos a considerar una lengua como un compartimento estanco: si una lengua se extingue, con ella no se extingue toda una cultura, sino que esa cultura acaba mezclada con las culturas circundantes (a no ser que se encuentre totalmente aislada). Es como cortar un tentáculo de una única lengua universal que tiene millones de tentáculos: La diversidad cultural es imprescindible, pero la diversidad surge precisamente de la mezcla de culturas, aunque esa mezcla tienda a una suerte de masa homogénea latente. Recibimos inputs americanos, pero también japoneses o indios. Y, a su vez, ellos reciben inputs nuestros. Esto produce puntos de convergencia y similitud, pero también una trasfondo continuamente cambiante, nada endogámico, nada pureta, nada xenófobo.
Renunciar a un dominio fluido de una lengua mayoritaria a cambio de hablar un idioma minoritario o sentimentalmente próximo puede reducir seriamente las posibilidades de un individuo. Quizá no suponga un problema mientras haya suficientes personas dispuestas a hacerlo, pero no podemos culpar a los que no muestren el menor interés, como ha señalado el filósofo Joseph Heath.
Eso no quita que tratemos de conservar (hasta cierto punto y sin despilfarrar recursos) vetas culturales o respaldar ideas en desuso o al límite de la extinción. Tampoco quita que existan organismos que regulen la lengua y traten de evitar que esto se convierta en un despiporre (porque precisamente la lengua se construye entre la continua tensión entre los usos y las prescripciones).
Quizá todo sería más fácil si pudiéramos establecer de una manera objetiva qué lengua es la mejor para comunicarse. Según un estudio reciente publicado por François Pellegrino en la revista Language, de la Universidad de Lyon (Francia), hay idiomas que permiten a sus hablantes hablar más rápido que otros, es decir, que algunos idiomas necesitan menos tiempo para contar exactamente la misma historia. Los textos en inglés son mucho más cortos que los mismos textos traducidos al japonés.
Pero no es tan sencillo, una mayor velocidad (una mayor tasa silábica, es decir, más sílabas por minuto)también viene reñida con una menor eficacia comunicativa: tienden a incluir menos información en cada sílaba individual. El español, por ejemplo, es un idioma que se habla rápido, utiliza muchas sílabas en poco tiempo, pero cada una de ellas contiene poca información (en el otro extremo está el chino mandarín, que es mucho más lento pero transmite más contenido en cada palabra). Con lo cual, Pellegrino concluye que en todos los idiomas transmitimos la información con la misma eficacia.
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